Tenebrismo. Término usado en la pintura barroca que se refiere a esa
clase de óleos cuyo violento contraste de luces y sombras es su rasgo
más característico. Velázquez ya lo usó en muchos de sus cuadros y ahora
otro andaluz la utiliza para hablar de un corazón entre tinieblas
latiendo en Granada. Un corazón que se alimenta de carne humana.
No en vano, las imágenes de Caníbal (cuya fotografía fue premiada en
San Sebastián) son la base para la sinfonía de silencios que su director
Manuel Martín Cuenca funde con la sutileza y la angustia para erigir su
última película. Una obra cuyo tótem es un asesino magistralmente
interpretado con pasmosa intensidad (y a la vez contención) por un gran
Antonio de la Torre. Sastre de día, asesino de noche. Siempre solitario y
perdido en un mal que nunca acabamos de entender. Simplemente, él es lo
que es y ese es el viacrucis personal del protagonista. Sólo la luz del
personaje de la gran Olimpa Melinte parece la única capaz de iluminar
su alma oscura...
La posible redención es lo que veremos al largo de esta obra de
claroscuros, donde la forma le da categoría al por otro lado un género
tan manido como el psycho-thriller. Pero el film lo revaloriza gracias a
la forma en la que nos muestra el contenido. Es por eso, que lamento
que su desenlace se me antoje algo apresurado e insatisfactorio. Creo
que empaña ligeramente esta composición, casi como si una nota
desafinada se colara al final de la función. No obstante, el trabajo ya
estaba hecho. Caníbal es una de las mejores películas españolas de este
año. Así que yo de vosotros le daría un bocado a este film. Quizás os
sorprenda lo mucho que os gusta su sabor...
NOTA: 8
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