Roma era una de mis películas mas esperadas este año. Los elogios que había escuchado en los circuitos de festivales me daban ganas de ver lo nuevo de su director. Después de Hijos de los Hombres y, sobre todo, Gravity, Cuarón se había caracterizado por realizar cintas donde la experiencia estética abarcaba los tres niveles aristotélicos de una forma casi inusitada en el mainstream. Esa senda parecía seguir con Roma, una cinta con el sello de «intimista» e «independiente» en el que mas allá de la elección del blanco y negro no parecía dar pie a un virtuosismo ni al juego narrativo en pro de la ilustración más o menos desvirtuada por la nostalgia de una crónica costumbrista de una época y momento determinado; por mucho de que un servicio de streaming de consumo masivo como es Netflix estuviera detrás de todo esto. Si, he dicho «parecía». Porque «Roma no es eso». Ni muchísimo menos. Es otra cosa. Es aún mejor.
Para empezar, Roma es la historia del distrito mexicano dónde el propio Alfonso Cuarón creció. y de un núcleo familiar muy afín al que vivió en sus carnes el propio cineasta durante su infancia. Aunque, el centro de la historia no es un alter ego del propio cineasta, ni siquiera parece importarle esa cuestión mas allá de ciertas migas de pan durante el relato. La protagonista es Cleo, una limpiadora indígena de la región montañosa de la Mixteca que trabaja en el seno de una familia de clase media durante la década de los 70. Y es a través de ella que vemos el resto de historias, ya que ella es el centro de la historia en la que convergen el resto de personajes, en segundo plano. Es a partir de aquí cuando, a través de una dirección magistral, tanto en la dirección como en la fotografía y al compás del montaje (Cuarón se encarga de estas tres labores con sendas matrículas) descubrimos desde el detalle mas nimio de la casa, a todo su universo y a su vez con el barrio de Roma que funciona como un microcosmos de todo un país. Así pues los largos planos suspendidos, los travelling en continuo movimiento y la estilización de su imagen en un formato ultra-panorámico de 65 mm entre otros recursos formales cumplen la misión no solo de engrandecer un pasado (que en el fondo no es tal ya que es mas bien un recuerdo del mismo con sus luces y con sus sombras) si no detenerlo vivo en la batalla del mismo modo que un artista dibuja un lienzo y su pintura se vuelve eterna. Consciente de ello, la película opta por contar una historia de apariencia sencilla pero de subtexto poliédrico (que huye de todo maniqueísmo y articula un diálogo con el espectador totalmente ejemplar) que particularmente me pasó en un suspiro durante sus 135 minutos de duración.
Vista ahora, una vez pasado el primer visionado, tras sus risas, momentos de emoción e incluso de escalofrío, sigo teniendo muchas preguntas y creo que en el fondo las buenas películas son eso, preguntas bien formuladas en la que uno se sumerge una y otra vez para encontrar cosas nuevas. No en vano, la simbología del agua y, particularmente, el mar, es un elemento clave en la cinta. Para muestra un botón, la imagen del poster del film. Una imagen que fuera del contexto no dirá mucho al espectador que no haya visto aun en la cinta, mas allá de su belleza formal, pero vista esta película sutil y hermosa, seguro cobra un gran significado. Ésta es una imagen de esperanza de tradición cristiana, que Cuarón ha reinventado al transformar el epicentro de la misma y convertir la heroína anónima en la protagonista de esta cinta destinada a ser recordada. Porque Cuarón lo ha vuelta a hacer. Otra experiencia en tres dimensiones, sin gafas, otro canto a la vida, otra catarsis improbable en la era de las multipantallas donde reconstruir nuestro presente es clave al obtener la hoja de ruta, contemplando y dialogando con el recuerdo de nuestro pasado.
Nota: 9
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