Sin embargo, Exodus no funciona. Por múltiples factores, pero principalmente por un montaje desatinado, donde la cinta se devora a sí misma y deja en evidencias sus virtudes, pero también, y sobre todo, sus carencias.
Para empezar...El
dramatismo del film es inverosímil. Los actores, o bien están
desconectados desde el principio (Joel Edgerton está muy perdido como
Ramsés), o bien se desenchufan a las primeras de cambio (Christian Bale
se pone en modo automático tras el exilio), o simplemente, están
desaprovechados (el citado Kingsley y, en especial, Aaron Paul, en un
papel casi de figurante a pesar de ser Josué). Un caso aparte es el de
la española María Valverde. Quizá es la mejor de elenco, gracias a que
es la única que aporta matices a su encorsetado personaje, pero sus
intentos fracasan ante la nula química que tiene con el actor de Las
Flores de la Guerra o el Batman de Nolan. Respecto al aspecto técnico, cabe destacar que es donde la cinta da el do de pecho. El antiguo Egipto en 3D es una gozada y el diseño digital no sólo funciona, sino que es la única que articula un discurso coherente, junto con su oscura fotografía. Y es que de la luz cálida tan propicia de estas superproducciones faraónicas deriva en una paleta de colores fríos (citando la película de Sánchez Arévalo, diríamos que el cromatismo de este Exodus es “azul oscuro casi negro”) y da énfasis a los puentes con el presente que presenta la cinta como metáfora: Donde los faraones son los ricos, los esclavos son los pobres y las coincidencias entre la crisis económica actual y la decadencia de Ramsés revelan dichas épocas como hermanas. Y si además, conviertes esa decadencia en carne “cruda” de trash digital, como aquí ocurre, tienes el placer palomitero asegurado. Y más viniendo de un contestario (del sistema, eso sí) como el señor Scott…
Sin embargo, esa cinta sólo está en el principio y luego sólo se recupera en ciertos momentos, por culpa de esa estructura caótica, que reduce el poder de show abstracto masivo de la película (su mejor y prácticamente única baza) en algo casi anecdótico. Hay demasiado relleno, y es que el film abre muchos frentes y no cierra ninguno con un mínimo de solvencia. Es más, en la segunda parte parece el tráiler más largo del mundo y ni siquiera su clímax da la talla. Ver para creer...
En definitiva, una propuesta que, si hubiera centrado más sus energías sobre todo en su lado más lúdico (si hubiera sido más la Pompeya de P. S. Anderson, que una copia fútil de los 10 mandamientos de Cecil .B. DeMille); y en el debate teológico que, por momentos se vislumbra (un aspecto que el citado director de Cisne Negro sí acertó en su film sobre el arca), me hubiera convencido más como pasatiempo navideño. Pero no es el caso. Desconozco si el resultado es un hecho deliberado, pero lo que sí podemos deducir a través de esta superproducción es que se confirma la tendencia a un cine de gran consumo más expresivo y abstracto, cuya batalla con la narrativa pronostica un final incierto, pero, a priori, como mínimo interesante. En este caso, como siempre, el público proveerá.
NOTA: 4


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